Dejamos que los idiotas se apropiaran de la política

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Esta afirmación me la hizo hace años una colega serbia, cuando le pregunté: cómo había sido posible que un país como Yugoslavia, que en 1984 organizó en Sarajevo los Juegos Olímpicos de Invierno que fueron la admiración del mundo, se desintegrara violentamente apenas siete años después, no sólo en términos territoriales sino también étnicos y religiosos, cuando por años habían vivido en paz católicos, musulmanes y ortodoxos.

En síntesis, su argumento fue que después de la muerte de Tito en 1980, el control que mantuvo del País durante treinta y cinco años mediante un sistema de partido único, se fragmentó con el surgimiento de partidos nacionalistas cuyos líderes, mesiánicos y algunos con antecedentes penales, hicieron del vínculo territorio y religión su enseña populista, lo que en automático convirtió en enemigos a quienes antes habían convivido comunitaria y pacíficamente como vecinos, incluso mezclados familiarmente.

Dejamos que los idiotas se apropiaran de la política —me explicó, porque después de un largo período donde Estado y partido fueron la misma cosa, amplios sectores de la población no consideraban el ámbito de los poderes públicos como una opción profesional y preferían aventurarse en otros campos que, en principio, les ofrecía la transformación de su País, que coincidía con otros cambios como la desaparición de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín.

Desafortunadamente, esos proyectos personales debieron esperar o de plano quedaron truncos, porque los idiotas originaron una guerra entre las nacientes repúblicas balcánicas que duró casi 10 años, costó más de 100,000 vidas y provocó el desplazamiento o la emigración forzada de miles de personas, como el caso de mi colega. Amén de heridas en el tejido social que durarán decenios en cicatrizar.

Sirva este antecedente para preguntar si en México también hemos dejado la política en manos de los idiotas, porque esto nos los sugiere el pobre desempeño de los protagonistas del escenario político nacional. Así, tanto en los poderes ejecutivos como legislativos, atestiguamos errores crasos, ocurrencias, improvisaciones, desmemoria, prepotencia, ineptitud y, en muchos casos, la cínica ostentación de una riqueza imposible de explicar por la vía salarial, aunque la hagan pública, quizá para legalizarla, en su “tres de tres”.

¿En qué medida el mediocre desempeño donde el País lleva años atascado se debe a esta razón?, ¿cuántos vaivenes, retrocesos o fracasos, como ha sucedido en los ámbitos de la seguridad, la economía, las relaciones exteriores, las comunicaciones, el desarrollo urbano, tienen su origen en un sistema que al frente no coloca a los mejores y en el que quizá, se da una lógica perversa donde se retiene lo malo y se deja ir lo bueno?, ¿por qué no se incorpora a la gestión pública y a la política, el talento que sí observamos alrededor ella, y que, quizá con una mayor convicción de servicio público, se desenvuelve en organizaciones sociales y ciudadanas, o en fundaciones dedicadas a los asuntos públicos, o en el medio académico? Mientras, se nos acumulan problemas complejos frente a sillones que lucen enormes ante lo diminuto de sus efímeros ocupantes.

La partidocracia ha convertido el sistema de partidos, en uno de franquicias para acceder al poder público. No existe ninguna ideología sino el mero oportunismo para conquistar posiciones políticas y los recursos asociados a ellas, como lo demuestra el trasvase de militantes que según su personal conveniencia saltan de un partido a otro, como también sucede con las alianzas preelectorales entre partidos que, con base en su teórico ideario, nunca las harían.

Por ende, lo que en realidad tenemos es una parodia de un sistema de partidos. Porque sin ideología sólo quedan las siglas, los cascarones, las banderas que, aun agitándose para asumir una supuesta posición en el espectro político, no se sustentan en los hechos, pese a que existan las leyes que los norman, las instituciones que los supervisan y los miles de millones pesos que, con cargo al contribuyente, se les entregan cada año, aun cuando esos recursos se necesitarían para atender cuestiones más prioritarias.

Ese sistema de partidos hueco de ideología, cuya pequeñez se nos hace explícita al otear el funcionamiento de las democracias maduras, es hasta ahora el medio a través del cual llegan quienes ocupan los principales cargos en los poderes ejecutivos y legislativos. Esto significa que la criba es muy gruesa y que cualquier persona puede ocupar el puesto que sea, así se trate de la presidencia de la República. No importa lo exiguo del currículo, la inexperiencia, los antecedentes personales, los conflictos de interés, sólo vale estar en lugar y momento correctos. Incluso por eso, ya instalados en poder, desprecian al ciudadano y no hay nada que los puede remover de él, lo que en otras latitudes significaría la renuncia y una investigación, aquí no pasa de una disculpa, avalada por el silencio cómplice de quienes deberían actuar como contrapeso.

Es difícil ser optimista. Sin filtros y sin contrapesos queda sólo la voz y la presión de la sociedad civil para evitar que la idiotez haga de la vida pública su territorio o, al menos, para paliar sus consecuencias.