El umbral de la vergüenza

¿Cuánto tiempo hubiera tardado Ángela Merkel en renunciar a su cargo, si su esposo apareciera como dueño de una residencia que, además de exceder con creces sus posibilidades económicas, dada su trayectoria profesional, se la hubiera vendido una de las principales constructoras al servicio del gobierno alemán mediante un trato comercial tan generoso como inverosímil?

Con toda certeza, la señora Merkel habría renunciado ipso facto y se hubiera visto involucrada en un proceso judicial con una alta posibilidad de terminar junto a su marido detrás de las rejas.

En febrero de 2012, Christian Wulff, entonces presidente de Alemania, presentó su renuncia porque fue acusado de aceptar que el empresario David Groenewold, aportara 719 euros ($12,500 pesos) al pago de la factura de un hotel donde vacacionó con su familia. Gesto que se interpretó como una compensación por un préstamo que éste recibió del estado de Baja Sajonia cuando Wulff lo gobernaba.

En su breve alocución pública al momento de renunciar, Wulff argumentó que aunque esa acusación era infundada, como más tarde lo demostró, él consideraba que no podía mantenerse en el cargo en esos momentos porque había perdido la confianza del pueblo alemán.

¿Sería este motivo —la pérdida de confianza ante la presunción de un ilícito—, una razón para que Peña Nieto renunciara? ¿Podría el Congreso exigirle su renuncia?

Ciertamente no. Este escenario es imposible en México porque nuestro estándar de la vergüenza es tan bajo como corta y selectiva es nuestra memoria.

Basta recordar las declaraciones patrimoniales de algunos miembros del gabinete que incluyeron bienes que les fueron donados —eufemismo de obsequios—, la presencia en él de la exjefa de Gobierno del Distrito Federal que mantuvo una relación sentimental con uno de los principales contratistas de la ciudad, quien se dio el lujo de grabar videos cuando entregaba fajos de billetes a miembros de su partido y que aun así, éstos siguen activos en la política, exigiendo ahora la honestidad que nunca demostraron. Asimismo, ahí en la Cámara continúan como si nada, los diputados que han extorsionado a presidentes municipales a cambio de acercarles recursos del erario federal.

Pese a que las explicaciones de la señora Rivera han atizado la incredulidad de la opinión pública respecto al origen de su patrimonio, en muchos ámbitos la posible renuncia del presidente de la República eriza los pelos.

¿Por qué?

Porque no concebimos que nuestras instituciones puedan ser más fuertes que sus efímeros dirigentes y por eso nos aterra la posibilidad de una salida prematura. El Tlatoani en turno es más fuerte que la silla en la que se sienta, como lo es también la partidocracia respecto al Congreso. Así, es preferible dejar pasar las cosas, mirar hacia otra parte, asumir que no sucedió nada y esperar que el olvido convierta todo en una anécdota. Ya habrá tiempo, cuando él se haya ido, de gritar a los cuatros vientos —sobre todos quienes por conveniencia hoy lo ensalzan— nuestra indignación por lo que ahora toleramos.

Este equivoco, que conjuga incredulidad con aceptación, al hacerse crónico, convierte a nuestras leyes e instituciones en objetos plásticos que se moldean según el tiempo y las circunstancias, y hacen del estado de derecho un recurso retórico, una aspiración inalcanzable. Todo se vale, todo se puede, incluso hasta los frutos de la corrupción es posible legalizarlos y ostentarlos sin pudor, pese a que las cuentas no cuadren en ninguna lógica laboral o financiera.

Por ende, pese al enorme esfuerzo de la mayoría de los mexicanos, construir una nación se vuelve tarea ingrata porque la corrupción es una tara que debe soportarse y al mismo tiempo avanzar en terreno fangoso donde las reglas nunca quedan claras y menos aún a quienes y cuando se les aplican.

Peor aún si hablamos de valores morales, porque en el imperio del cinismo éstos ni siquiera existen, por ello se antoja lejano el umbral de la vergüenza donde el simple apelo a la ética más elemental sea suficiente para decantar a quienes merezcan continuar al frente, de aquellos que deberían retirarse, rendir cuentas y en su caso ponerse a disposición de la justicia.

¡Qué poco aguantan los alemanes si sólo fueron $719 euros!

Todos somos Ayotzinapa pero no somos un solo México

Pocos esperaban que los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa fueran encontrados con vida. Pero nadie imaginaba las circunstancias de su muerte y, menos aún, que nos enteraríamos de ellas por las narraciones de muchachos, quizá de la misma edad que sus víctimas, quienes con una frialdad inaudita describieron como murieron los normalistas y la manera, nada improvisada y con seguridad practicada varias veces en el pasado, como cremaron los cadáveres y se deshicieron de las cenizas.

Lo grave es que no nos estamos enterando de un hecho aislado, sino que se trata de actos repetitivos que en varias partes del territorio nacional son realizados de manera organizada y sistémica, por mafias que agrupan tanto a delincuentes como a individuos investidos con poderes públicos, lo que incluye la capacidad de comandar a la fuerza pública para conseguir sus propósitos delincuenciales.

Ciertamente México no es un estado fallido, pero sí uno muy poroso, porque su estructura y las instituciones que lo integran están siendo carcomidas por la delincuencia —la organizada y la que opera al menudeo— al grado de que en muchas regiones del país, sus líderes han subordinado a los poderes públicos, lo que pervierte los principios fundamentales de la democracia, porque la soberanía que el pueblo delega en quienes elige para encabezar gobiernos y legislaturas, termina, por la vía de la corrupción, siendo transferida a grupos minoritarios cuyas actividades atentan contra la paz y seguridad del propio pueblo.

¿Qué ha favorecido la porosidad del Estado mexicano?

Desde mi perspectiva han concurrido dos fenómenos; uno de carácter político y otro de carácter económico, cuyas implicaciones no hemos logrado entender para paliar sus efectos.

El poder vertical del viejo régimen presidencialista hacía prevalecer al Poder Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial y, a su vez, mantenía alineados y en control a los tres órdenes de gobierno; los gobernadores se subordinaban al presidente, y los presidentes municipales a los gobernadores.

El avance democrático del país que inició mucho antes del 2000, cuando el PRI perdió la presidencia de la República, fue poco a poco desmantelando el monopolio que sobre los tres poderes del Estado tuvo un solo partido que era, como el país, encabezado por el presidente en turno. Hoy en cambio, tenemos la certeza de que la voz de la sociedad expresada en votos es respetada, cuando se trata de escoger a quienes gobiernan y legislan.

Pero para que la democracia sea efectiva, es decir para que el ejercicio de los poderes públicos se traduzca en un bienestar creciente para la sociedad, no basta que los votos se cuenten con pulcritud. En cambio se requiere que a los puestos públicos accedan individuos con la experiencia, las capacidades, los valores y la convicción de que su encomienda es un mandato temporal, sujeto a la ley y del cual deben rendir cuentas.

Y es en este punto donde todavía estamos en pañales, porque parecería que en el imaginario de la nueva clase política está el arquetipo del viejo presidencialismo como una referencia a imitar, con la agravante de que ahora se sienten legitimados por el voto popular. Así, muchos políticos asumen que esto, en lugar de representar la obligación de rendir cuentas, les otorga el privilegio de considerar su cargo como un patrimonio personal, lo que ha convertido la estructura del estado mexicano en un cúmulo de feudos, cuyo funcionamiento depende más de las relaciones personales de los efímeros señores feudales, que de la operación institucional del Estado.

Sin embargo, la democracia, como el matrimonio, implica a dos partes; aquellos que son votados y quienes los votan, y por ende, a éstos también corresponde una parte de la responsabilidad al momento de valorar la gestión de los servidores públicos que ellos eligieron.

Abarca no llegó a la presidencia municipal por una imposición sino a través del voto popular. Cuatro de cada diez igualtecos votaron por la coalición “Guerrero nos une” que lo tenía a él como candidato. Por ende, el pueblo de Iguala, en un afán autocrítico, deberá examinar cómo fue posible que un personaje que estaba lejos de tener un pasado de trabajo y honestidad, pudiera encabezar al municipio. Más aún, cuando su esposa era la hermana de conocidos narcotraficantes.

A la insularidad política, el arribo del neoliberalismo añadió la insularidad económica. Al grito de que el mercado lo resuelve todo y de que el Estado se debe limitar a actuar en la economía como mero árbitro y como un ente asistencialista para remediar la situación de los más rezagados, desapareció de la tareas del gobierno la planeación, y en especial la del desarrollo regional, como un instrumento que desde una visión integral se encargara de que el avance del país se distribuyera de la forma más homogénea posible a lo largo del territorio nacional.

La falta de una planeación y ejecución de una estrategia de desarrollo regional, que sobretodo atienda a las zonas del país más vulnerables, ha dejado a los habitantes de éstas con mínimas opciones para su progreso humano y material, y a la vez ha creado enclaves donde con extrema facilidad los recursos que gestiona la delincuencia le permiten a ésta en los hechos, sustituir al Estado si no es que gobernarlo.

La conmoción que provocó la tragedia de Ayotzinapa nos ha unido en el repudio y la indignación. Pero que eso que hoy nos une, debe servirnos para entender que nos hemos convertido en un cúmulo de ínsulas políticas y económicas inconexas, donde cada una persigue sus propios objetivos y cuya suma no nos hace una nación. No tenemos muros como el de Berlín hechos de concreto, pero tenemos otros peores cimentados en la indiferencia y la mezquindad.

No sólo los igualtecos sino todos los mexicanos deberíamos preguntarnos ¿cómo hemos llegado hasta aquí? La misma severidad que pedimos para que se juzgue y castigue a los culpables directos, la debemos aplicar cuando juzguemos nuestra responsabilidad colectiva, porque sólo así podremos profundizar en la causas de los horrores que hoy nos indignan y poder entonces actuar para revertir la espiral de violencia y crimen donde estamos atrapados.

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No hay negritos en el arroz cuando éste es negro

En nuestro escenario no apareció de repente el caso de los normalistas de Ayotzinapa. La cauda de este evento es tan larga y profunda que casi ha agotado nuestra capacidad de asombro. Por fortuna, todavía nos queda algún resabio de indignación, aunque el inminente riesgo que corremos es que cuando ésta se agote nos convirtamos en un país de cínicos. Y de eso estamos cerca.

Como sociedad nos dimos leyes para regular nuestra convivencia y poder desarrollarnos en armonía. En principio, decidimos ceder un poco de nuestra conveniencia individual a cambio de beneficiarnos de manera colectiva.

Pero no basta con promulgar leyes para vivir en un estado de derecho, se requiere como condición sine qua non que los valores que las sustentan formen parte de la cultura social. No habrá nunca un marco legal o un sistema anticorrupción efectivo, si la honestidad no es un valor que la sociedad viva y lo haga respetar sin excepciones. Peor aún, si en lugar de esto festina la riqueza mal habida como un rasgo de astucia, asimila al corrupto por el poder económico que representa, y señala al honesto como un estúpido.

Si la honestidad constituye una pieza fundamental del capital social de las naciones que progresan, la corrupción es un pasivo social que lastra el avance de los pueblos; cada paso adelante costará el doble porque habrá que hacerlo con una laja sobre la espalda. La globalización sólo ha hecho más evidente lo que esto significa para la competitividad de las naciones.

En México, el minúsculo ojo de la aguja de la ley se ha convertido en la amplia boca de un túnel negro donde cualquier camello puede cruzar con holgura, si su paso se allana con dinero. Esto nos ha llevado a una dialéctica perversa porque la impunidad del presente sirve de abono a la criminalidad del mañana.

Por ello aumentar las penas no tiene, como en el caso del secuestro, ningún efecto disuasivo que desaliente a los criminales en potencia. Quizá esto para lo único que sirva es para incrementar el monto de las mordidas. Más aún, y siendo cínicos, podemos decir que el narco no ha comprado nada que no se vendiera antes; sólo ha subido los precios para ganar mercado.

Pero también, la concepción borrosa que tenemos de la legalidad nos conduce a planteamientos contradictorios cuando los protagonistas de una situación determinada infringen la ley, porque es posible que obviemos los ilícitos de aquellos que después sufrieron en carne propia la comisión de ilícitos aún más graves. Así, al juzgar un hecho, podemos aplicar de manera simultánea un criterio de permisividad y otro de severidad respecto a la observancia de la ley. Todo depende de quien perdió más.

Los normalistas secuestraron camiones y pasajeros para trasladarse a dos horas de su lugar de residencia. Esto fue acto ilegal que incluso derivó en la muerte de personas que para su mala fortuna habían abordado esos vehículos y pagado un pasaje con la ilusa creencia de que llegarían a salvo a su destino, sin siquiera imaginar que terminarían atrapados en el fuego cruzado.

Ilegal fue que las policías de Iguala y Cocula, en lugar de resguardar a los normalistas y presentarlos a las autoridades judiciales, los entregaran, violando sus garantías y derechos más elementales, a un grupo de narcos, como si éste fuera la instancia superior de un macabro aparato judicial, para que los juzgaran, dictaran sentencia de muerte y, presumiblemente, la ejecutaran.

Ilegal es que se bloqueen vías públicas, pero lo toleramos. Ilegales son muchas fortunas hechas a la sombra del poder público, pero las toleramos y menos aún la sociedad hace preguntas o exige cuentas. Ilegal es vender en la vía pública artículos robados, contrabando o piratería, pero lo toleramos.

Ilegales eran las explotaciones mineras que en Michoacán y Colima se hacían a la vista de todos mediante las cuales se procesaban y transportaban miles de toneladas hasta que salían del país, pero se toleraban pese a su notable volumen físico que, las hacía tan inocultables, como atractivas para las empresas vendedoras de equipos, suministros, refacciones, combustible, etc. que entregaban su mercancía sin preguntar nada.

Ilegales fueron las operaciones de lavado de dinero del Citi y los trafiques inmobiliarios de WalMart pero los toleramos, hasta que para nuestra vergüenza las instituciones de procuración e impartición de justicia de otros países los detectaron y juzgaron.

Ayotzinapa no es el negrito en el arroz, porque éste hace tiempo que ennegreció.

¿Cómo recuperar el estado de derecho?, condición indispensable para cimentar un desarrollo sostenible.

No hay una respuesta sencilla, ni solución que lo resuelva todo. Más aún, porque no llegamos a esta situación de repente; así como el alcohólico no se convierte en tal con su primera borrachera, así también la degradación institucional no ocurre porque algunos cuantos perviertan el orden legal para su beneficio.

Quizá el primer paso es que asumamos que la recuperación del estado de derecho exige, que empecemos por admitir que la que observancia de la ley no entiende de decimales. Se cumple o se viola.

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